EL TRAP. FILOSOFÍA MILLENNIAL PARA LA CRISIS EN ESPAÑA de Ernesto Castro - 2019 - ("El trap. Filosofía millennial para la crisis en España")
Si algo suele repetirse en todos los traspasos de hegemonía musical es la guerra generacional, que a veces deviene incluso en guerra cultural. Mi padre cuenta cómo con el apogeo de la música disco los rockeros se rebelaron contra ella con bastante odio. Amigos mayores que yo me cuentan lo mismo cuando la laca y las lentejuelas fueron desplazadas por el "grunge".
Que el reguetón y el trap (muchas veces vistos como una unidad incluso por gran parte de su público mayoritario) son dos de los géneros más odiados de la historia lo corrobora la cantidad de desprecios que acumulan en prácticamente todas las redes (y por personas de todas las edades: incluso de la franja a la que supuestamente representan en lo generacional).
"El trap. Filosofía millennial para la crisis en España", este ensayo que hoy comento del filósofo y escritor Ernesto Castro (propietario de un canal de Youtube sobre Filosofía bastante interesante) es un libro estimulante, aunque con algunos lastres, que puede explicar bastante bien el fenómeno de estos dos estilos y de la llamada "música urbana".
Antes de comenzar esta reseña tengo que decir que yo no soporto ni al reguetón ni al trap ni tampoco a gran parte de esta mencionada música urbana.
Lo digo desde el conocimiento, ya que he degustado este ensayo escuchando mientras lo leía la música de los artistas de los que Castro iba hablando.
También, por otra parte, tengo que decir que ya había escuchado sobradamente a los más famosos representantes, españoles y sudamericanos, de estos fenómenos: aunque no quiera, están por todas partes; en la calle, en el metro, en los comercios, en los bares y en los antros que no sean específicamente "alternativos" y hasta en la sala de espera del dentista. Aunque no te gusten, te los comes con patatas allí a donde vas.
He encontrado creadores y creadoras de estos estilos que me han sorprendido en la lista que me ha dado Castro en su libro y he derribado algunos prejuicios que tenía sobre ellos.
Me he topado con temas que experimentan musicalmente y que tratan de buscar su propio camino novedoso y me he topado también con temas que hablan de pobreza, de drogas, de adicciones, de depresión, de desesperación vital, de maltrato, de violencia, de estancias en la cárcel y hasta de religión.
Tengo que decir sin embargo que estos temas son los menos. El viaje que he realizado por este tipo de música me ha deparado sorpresas, desde luego, pero en general lo que me he encontrado ha sido, en lo musical, valga la redundancia, una repetición bastante macachona de unos parámetros sonoros y estilísticos que llegan a ser cansinos y, en lo referido a las letras, unos mensajes de una ranciedad tal que parecen escritos por alguien de la generación de mis abuelos (y no exagero, lo juro).
La repetición musical y la falta de innovación la puedo perdonar, por mucho que me parezca alarmante el hecho de que haya tantísimos temas tan parecidos entre sí en una producción que en este preciso momento es verdaderamente gigantesca. Los mensajes rancios, no.
Porque lo cierto es que en una parte capital de este tipo de música predomina la canción sobre el amor y el sexo, ya sea en sus vertientes más dramáticas o en sus vertientes más lúdicas, pero esta canción es, como he dicho, de una ranciedad que parece sacada del imaginario moral de varias generaciones anteriores a la mía.
Sí comparto las tesis de quienes afirman que el sexo desbocado, especialmente en las artistas femeninas de estos estilos, es un sinónimo de libertad, de positivismo con respecto a los cuerpos y de empoderamiento.
Sin embargo, detrás de este sexo desbocado, a veces tórrido y a veces alegre y despreocupado, hay normalmente unos mensajes que me resultan espeluznantes. Primero, porque son tan machistas y tan sexistas como los de cualquier artista de casete de gasolinera de los años ochenta. Segundo, porque estos mensajes se están lanzado ahora mismo, en este mismo momento. Tercero, porque hay además tras todo esto una apología de lo peor del neoliberalismo que da miedo.
No suelo hablar de política en este blog (eso lo dejo para mis obras literarias, que son, muchas de ellas, políticas y sociales), pero hoy voy a hacer una excepción. Me defino como una persona de izquierdas. Y, como persona de izquierdas, me indigna muchísimo la condescendencia que muchos sectores de la izquierda manifiestan con el machismo y el neoliberalismo descarnado del reguetón y del trap.
Estos dos estilos, pienso, han sido dos de los más politizados de los últimos años. Posiblemente por el nicho de votos que le proporciona, la izquierda los ha ensalzado y, debido a ello, los mensajes de muchas de sus canciones son "perdonados" con todo tipo de excusas baratas.
Se ha creado una pátina de supuesta dignidad alrededor del reguetón y del trap que, por puro interés, los ensalza como la banda sonora de las clases más desfavorecidas tanto de España como del continente sudamericano y debido a ello se pasa de largo por toda su misoginia y por su apología del dinero y del consumismo más brutal.
No tardan en hundirse estos argumentos por su propio peso ante cualquier persona con un mínimo de criterio y de pensamiento independiente: montones de artistas de estos estilos, además de destacar por su mencionado machismo, son escaparates de marcas y presumen de dinero, de posesiones caras de todo tipo, de poder económico.
Un chulazo paseándose en un cochazo de lujo por un suburbio pobre no representa a los jóvenes a los que lo peor de la crisis global de 2008 les estalló en la cara. Un pijo forrado de billetes llorando las penas de amor con bebidas exquisitas en una limusina no es el espejo de esas personas que malviven de trabajos asquerosos. La persona que no quiera ver esto, o tiene intereses ocultos, o es un esnob, o vive en el mundo de la fantasía.
Quienes defienden a estos estilos suelen esgrimir además el argumento, cierto en parte, de que estas actitudes también las encontramos, por ejemplo, en el rock, en el punk, en el metal o en el rap. Es una verdad. No obstante, estos estilos tienen décadas de existencia y millones de artistas y bandas en sus filas, y si bien hasta los mismos Beatles escribieron por ejemplo letras machistas, el porcentaje de machismo, valga la redundancia, o de exaltación del capitalismo del reguetón o del trap es mucho más grande y está además reconcentrado en menos tiempo.
Para colmo, en sus casos además hablamos de producciones plenamente actuales, que tienen pocos años y que están perpetradas por personas jóvenes y hasta muy jóvenes.
Que una canción fuese machista en los años sesenta, o setenta, u ochenta, es indignante pero comprensible. Que una canción sea machista en 2017, 2018, 2019 o 2020... Oigan, esto es mucho más grave. Lo siento, pero ese argumento no cuela y es demagogo y simplista.
Paralelamente, tenemos el hecho comercial puro y duro: la industria se ha adueñado de ambos estilos y los promociona de forma invasiva porque son, hoy por hoy, máquinas de hacer dinero. Por eso los tenemos, además, hasta en la sopa, y por eso es la música hegemónica no sólo de los jóvenes, sino de prácticamente todas las franjas generacionales.
Estamos en un mundo globalizado con sus cosas buenas y malas y, hoy en día, salvo en lugares específicos, no es extraño encontrar en el mismo bareto a personas de veinte años y de cincuenta. Ocurre en los locales "alternativos", pero también en los de música comercial.
Porque con las últimas revoluciones sociales, algunas silenciosas pero todas imparables, las generaciones comparten más que nunca sus espacios de socialización. En la era de las redes, del ocio interminable, de los ligues y de los polvos rápidos, de las plataformas de contenidos, ni todos los jóvenes salen todos los fines de semana a emborracharse, ni toda la gente que cumple cuarenta años se encierra en su casa a tener hijos.
También se han difuminado las tribus urbanas clásicas y las costumbres y normas sociales más tradicionales. El feminismo, el poliamor o la revolución LGBT en el marco de la hipercomunicación rápida nos ha dejado un panorama nuevo y estimulante donde no es fácil sacar conclusiones, y menos precipitadas.
Hoy, una pareja de treinta años puede decidir tener hijos mientras un amigo de esta pareja de cincuenta puede decidir permanecer soltero por elección propia. Hoy, un hombre de 92 años con jersey sobre camisa de cuadros como Noam Chomsky puede ser más antisistema que un punki con cresta que acaba de cumplir los veinte.
Todo esto lo digo a grandes rasgos, pero estoy muy seguro de que estamos ante una de las etapas más interesantes, con sus lados oscuros y luminosos, de la historia.
¿Qué rescato del reguetón o del trap o de la música urbana? Rescato la democratización que traen: ahora, con un equipo medianamente aceptable, se puede alguien producir sus propios temas en su propia casa. No es algo nuevo, pero sí que está implementado por la tecnología actual. Son el punk o el rap elevados a la enésima potencia.
¿Qué no rescato? Pues su repetición de esquemas musicales machacona y aburridísima y el machismo y el neoliberalismo que estos estilos traen con ellos también, especialmente en sus productos más comerciales, que son la mayoría al haber sido absorbidos por el mercantilismo más tremendo.
Del libro que comento (toda esta charla era imprescindible para expresar mi opinión sobre sus páginas) tengo que decir que es interesante y estimulante pero que también tiene algunos problemas.
Primeramente, ha sido escrito cuando el trap está, todavía, en lo más alto de su hegemonía (aunque algunos de sus practicantes, como C. Tangana, ya han dicho que está empezando a precipitarse en su decadencia). Esto puede dar una visión incompleta de todo lo que le rodea, pero es loable a pesar de todo que Ernesto Castro sepa reunir todo el material que hay en este momento y darnos una panorámica fresca. Es un problema que sortea con habilidad.
No pienso de la misma manera, sin embargo, con respecto a cómo aborda el libro: desde un moralismo extraño en un filósofo, lleno de juicios a actitudes y a personajes de la cultura actual (a veces pienso que Castro tiene que estar peleado con medio mundillo, lo juro, porque no deja de soltar "beef" a todo kiski), que achaco, aunque tal vez me equivoque, a una exigencia comercial.
El tono moralizante, aleccionador, se ha puesto muy de moda en los últimos años y muchos intelectuales se han entregado a él. Es lo que vende, y hay que vender. No lo comparto, pero lo entiendo: el aire no se come.
Este tono moralizante, matizo además, no es aquí homogéneo. Al autor de este libro le gusta la música urbana. Le encanta, de hecho. Y eso le pierde, porque, mientras critica montones de actitudes (a veces con una extraña saña) propias de la peor derecha machista y del peor neoliberalismo, pasa por alto otras tantas de artistas de estos estilos que son igualitas.
Señala su machismo, ojo, pero no lo critica con dureza. Llama "blanquito" a Ed Sheeran o "anciano" a un crítico mayor que él, critica a famosos estudiosos o a presentadores televisivos, pero luego pasa de largo cuando un trapero o una trapera suelta una burrada sonrojante que, por ejemplo, en un rockero de sesenta años sería puesta sin piedad en la picota del escarnio.
Con respecto al asunto neoliberal es incluso más sangrante: a veces, llega a buscarle tres pies al gato para justificar actitudes de un capitalismo agresivo que roza lo monstruoso e incluso para darles la vuelta y tratar de venderlas como rebeldía. Entiendo que pueda gustar un estilo, pero pienso que no hay que perder la capacidad crítica.
También me choca la importancia que da a tener una cierta edad en todos los aspectos a la hora de abordar este tipo de música, que, como he dicho, no solamente representa a la juventud, sino a espectros que van mucho más allá debido a su carácter de música actualmente hegemónica en un mundo globalizado como nunca antes lo ha estado.
Incluso en el epílogo del ensayo parece pedir perdón por haber escrito este libro acercándose a la treintena (Castro nació en 1990... Apenas llega a esos treinta años).
Hay también asuntos que no comparto de su texto, como el de la llamada apropiación cultural, que, salvo en contextos en el que hay de por medio grandes multinacionales, me parecen absurdos en un mundo en el que el mestizaje cultural y de todo tipo ha venido, por suerte, para quedarse.
De la misma forma, tampoco estoy de acuerdo en que estos estilos musicales representen a las clases más desfavorecidas: de esto he hablado ya, pero sus ideas coinciden con las que he criticado.
No todo es una crítica, ojo, y valga la redundancia: Ernesto Castro elabora una exhaustiva caminata por el asunto que trata y tiene capítulos muy interesantes.
En especial, me quedo con el de la historia del rap español y con el de las chicas que se dedican a la música urbana. Creo que están documentadísimos y creo que el escritor domina a la perfección la materia (y además, como he dicho, la disfruta).
También, como curiosidad, explica muy bien el fenómeno de Rosalía, esa artista que de repente explotó en un "boom" de gigantesca aureola que la cargó tanto de elogios como de críticas, polémicas y "haterismo".
"El trap. Filosofía millennial para la crisis en España", que se centra, por cierto, en los artistas y en las artistas de España sin tocar a la escena sudamericana, no es un ensayo perfecto por lo antes expuesto y por su defensa a veces despojada de crítica contundente de los estilos que estudia, pero tiene puntos sociológicos interesantes y es loable la aventura de su autor a la hora de abordar algo que se encuentra todavía en la cresta de ola (o justo en el límite en el que empieza la caída de esta cresta).
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